Olías a salitre y barbitúricos tras varios días en alta mar,
te enderezaste con vino y huevos fritos. El pelo áspero y salvaje se tornaba en
un pajizo impuesto por el sol, llevabas puesto un vestido corto sin planchar con un generoso escote en donde casi no
existían pechos: solamente el garabato suficiente de unos pezones inhiestos. Fue
al invitarte a una copa cuando narraste el último periplo de ultramar, desde
Dinamarca a mi puerto, con un marcado y excitante acento francés. Al cuarto
licor café nos fuimos a mi casa. Suplicó una ducha. Mientras le acariciaba el agua dulce, yo observaba, hacia mucho
tiempo que no veía tanto pelo en la asila de una mujer, ante la incipiente erección, me fui a la terraza, impaciente e intrigado por desvelar si ese estado semisalvaje que trajo el océano era extrapolable al
sexo. Entró aún mojada y desnuda a la balconada para secarse al relente de la luna,
empecé a jugar con el vello de su pubis mientras ella apuraba un trago. Aún sabia a salitre. A la mañana siguiente me acerqué a la dársena para ver su pequeño
velero partir, supongo que harás lo mismo en cada puerto, marcharte cuando la
extasiada presa se funde en profundo sueño, ni un brazo alzó al pairo. Me
acosté varios días con el mar anegando las sabanas.
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¡¡¡¡A que coño esperas!!!!!! ¿Suelta algo...?