02 mayo 2013

Salitre.


Olías a salitre y barbitúricos tras varios días en alta mar, te enderezaste con vino y huevos fritos. El pelo áspero y salvaje se tornaba en un pajizo impuesto por el sol, llevabas puesto un vestido corto sin planchar con un generoso escote en donde casi no existían pechos: solamente el garabato suficiente de unos pezones inhiestos. Fue al invitarte a una copa cuando narraste el último periplo de ultramar, desde Dinamarca a mi puerto, con un marcado y excitante acento francés. Al cuarto licor café nos fuimos a mi casa. Suplicó una ducha. Mientras le acariciaba el agua dulce, yo observaba, hacia mucho tiempo que no veía tanto pelo en la asila de una mujer, ante la incipiente erección, me fui a la terraza, impaciente e intrigado por desvelar si  ese estado semisalvaje que trajo el océano era extrapolable al sexo. Entró aún mojada y desnuda a la balconada para secarse al relente de la luna, empecé a jugar con el vello de su pubis mientras ella apuraba un trago. Aún sabia a salitre. A la mañana siguiente me acerqué a la dársena para ver su pequeño velero partir, supongo que harás lo mismo en cada puerto, marcharte cuando la extasiada presa se funde en profundo sueño, ni un brazo alzó al pairo. Me acosté varios días con el mar anegando las sabanas.


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